- Luis Álvarez
Asomarnos a la Espiral
Si jugásemos a imaginar la isla de La Palma como si fuera una mujer, probable-mente sería una mujer de gran belleza—al menos para mí—. No hablo de esa belleza lánguida y sintética de los cánones de la cultura del consumismo, sino de una belleza salvaje, esencial, poderosa, nacida del corazón y del amor por la vida, la conexión con la tierra y la sabiduría de los años. Porque sería una mujer ya en edad madura, esta isla en mi imaginación, con una mirada profunda que nos iniciaría (si es que nos atrevemos a sostenerla el tiempo necesario) a lo insondable, al misterio: como los antiguos y modernos observatorios situados en su cumbre, en sus ojos nos asomaríamos a los hondos espacios cósmicos donde danza nuestra galaxia desde hace millones de años, en un hipnótico y pulsante despliegue en espiral.

¿Será por eso—siguiendo el juego— que si esta isla-mujer estuviese tatuada, en su piel luciría seguramente espirales?
No hay duda de que este símbolo de símbolos es ya identitario de la Palma, debido a su numerosa presencia en el patrimonio rupestre de la isla. Encontramos la espiral en forma de petroglifos principalmente en Garafía (La Zarza), maravilloso templo abierto de este símbolo. Pero también en el perímetro montañoso de la Caldera de Taburiente, en el Paso (Lomo Gordo y la Fajana) y en Mazo (Cuevas de Belmaco). Algunos conjuntos más simples, otros más complejos, su semejanza con los de estaciones noratlánticas como New Grange (Irlanda) o Gavrinis (Francia) puede que sea más que anecdótica. ¿Qué querían expresar los antiguos aborígenes de la isla grabando su camino?
Si pudiésemos retroceder en el tiempo y preguntárselo, quizá simplemente guardarían silencio, acaso señalarían al cielo, o a la tierra, o a nuestro propio ombligo.
Podríamos hablar mucho aquí sobre la ubicuidad de la espiral en la naturaleza, ya sea, sencilla, doble o logarítmica desde lo más grande a lo más pequeño.

Mucho también podríamos contar sobre su presencia grabada, dibujada, esculpida o tejida en el arte y en los mitos de la creación de culturas de todo el mundo desde tiempos remotos. O sobre brillantes y novedosas teorías científicas que, como los antiguas sabidurías, unifican lo interior y lo exterior y señalan el patrón espiral como clave en el entendimiento de la dinámica de la vida. Hay documentados diccionarios de símbolos, y excelentes artículos y vídeos en internet que desarrollan con brillantez y apertura su posible significado.

Si en algo coinciden todas esas interpretaciones es que la espiral nos habla de los caminos que toma la energía, la fuerza de la vida, el Ser en el tiempo... dentro y fuera de nosotros. Y es que la espiral parece una senda—danza, contemplación, meditación— para abolir esta distinción exterior-interior, para darnos cuenta de que no estamos separados del mundo que nos rodea: por ejemplo ampliando nuestra conciencia en círculos cada vez más amplios e inclusivos. Pero también circunvalando nuestro sentido de identidad hacia nuestro verdadero yo, hacia nuestro centro, un centro que todas las tradiciones iniciáticas revelan como omnipresente. Reza el antiguo axioma: “El universo es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

Sus petroglifos nos preguntan: ¿en torno a qué centro giran nuestras vidas? ¿Qué irradiamos hacia nuestro entorno? En estos tiempos de crisis y clamor hacia unas relaciones más armónicas y una sociedad más justa y sostenible, quizás más que nunca es pertinente visitar sus templos al aire libre, dejando que, a través de nuestro entendimiento simbólico, la espiral nos transmita su enseñanza. Si el mundo externo es un reflejo de nuestro mundo interno, ¿cómo podemos pretender que cambie lo de afuera si no tomamos la iniciativa primero? ¿Cómo podemos vivir el amor si no nos amamos a nosotros mismos? Dejando su firma en la piedra, en la suave y dura piel de esta salvajemente bella, sabia mujer que nos acoge y nos nutre, la espiral parece decir: “El Gran Misterio está aquí, mírate en el espejo”.